Friday, March 21, 2008

El evangelio de Eduardo

En vano Eduardo había tratado de explicarle a su tía que lo que hacía no tenía nada de malo, porque una cosa era pornografía y otra muy distinta era erotismo, un tipo de literatura que hablaba del sexo, entre otras cosas. Había dicho: “Yo no soy ningún santo, tía. Tengo mucho de qué arrepentirme, pero no de escribir novelas eróticas, porque en ellas expongo las verdades del mundo del mismo modo que el rey Salomón lo hizo en El cantar de los cantares”. Pero tía Concepción no había dado su brazo a torcer y aprovechó la oportunidad para soltar un sermón de misa, que la sexualidad no era sino algo sagrado que sólo podía concebirse dentro del santo matrimonio y que, ¡jesús!, lo que él escribía sobre esos hombres y mujeres de la vida relajada, era una degradación de padre y señor mío...
Eduardo, por supuesto, no estaba dispuesto a renunciar a su oficio. Escribiendo novelas eróticas había conseguido fama, reconocimiento y algo casi imposible en este país: vivir de su arte y, además, vivir bien. Así pues, a sus cuarenta años (y sin embargo con muy poco camino recorrido en la literatura), sus obras habían sido traducidas a ocho idiomas y el “New York Times” lo estaba considerando el sexto best-seller del mes. Entonces, ¿con qué derecho una anciana setentona, un familiar tan lejano con el que no compartía ni un apellido, se empecinaba tanto en que renuncie a la vida que le había valido, entre otras cosas, cátedras en dos universidades extranjeras y varias invitaciones de honor a congresos de escritores nacionales?
–Mira, tía –aclaró Eduardo, pacientemente–, más que del sexo yo hablo del amor; del amor furtivo o del amor eterno pero, al fin y al cabo, de aquella afección humana que no puede ser, en ningún caso, una degradación. Tía, si te fijas bien, ante tanta barbaridad que se escribe hoy, entre toda esa literatura cruda y sangrienta, yo soy uno de los pocos que intenta redimir al ser humano en lo que mejor sabe hacer: amar. ¡Yo, Eduardo Valdivieso, soy uno de los últimos románticos!–. Tía Concepción prefirió no responder y tan sólo se persignó ya que debía postergar la discusión para otra fecha. Iban a ser las tres de la tarde y, a esa hora, la hora de la muerte de Cristo, tenía que estar en su casa puntualmente para rezar el rosario como lo hacía todos los días.

***

Arrodillada, luego de su ronda de cincuenta Avemarías, tía Concepción terminó su plegaria con un padrenuestro y una frase inconciente que ella dedujo motivada por la Santísima Trinidad: “...En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, libera, Jesucristo, a Eduardito del mal, y dale fuerzas para seguir adelante. Amén”. De esa forma, se propuso formalmente algo que ya venía pensando meses atrás: iba a destinar todas sus energías a evangelizar a su sobrino, el escritor, a reconvertirlo al cristianismo y, más aún, a hacer que utilice su pluma en favor de la Fe. Tía Concepción sabía que no iba a ser una tarea fácil y, por eso, decidió dejar de acompañar a las Madres Dominicas los domingos, cuando éstas fuesen a los asentamientos humanos a ganar almas para Cristo. Tía Concepción juró, entonces –conciente del No tomaréis el nombre de Dios en vano–, sobre lo más sagrado, que dedicaría el resto de su vida a tan afanosa labor.
Eduardo la vio a través del ojo de su puerta un viernes por la noche. Afuera del departamento, tía Concepción agitaba un rosario largísimo y se presionaba contra el pecho un misal forrado con Vinifán. Como Eduardo justo salía a comer, le propuso sonriente: “vamos, tía, te invito a comer, pero guarda esas vainas, que asustan”. –¡Virgen santísima! –respondió la tía echándole la bendición– qué palabrotas.... ¡blasfemo!...–
Cuando llegaron al restaurante, tía Concepción advirtió que no comería nada no por descortesía sino porque los viernes eran de abstención. Y a pesar de la risa de Eduardo rogó que, aunque no compartiera su costumbre, guardase un poco de respeto por Cristo, que murió aquel mismo día y que por ese motivo no pidiera carne. –Por último –comentó la anciana–, come pescado que es bueno para la salud y no tiene colesterol–. “Sí, sí, sí, tía”, respondió Eduardo mientras, con malicia, miraba en el menú una hamburguesa doble carne, que luego ordenaría a escondidas a pesar del atentado que ello representaría contra su dieta de modelo que tan celosamente le había impuesto la editorial. “Un escritor de novelas eróticas debe vender su imagen, a diferencia del resto de autores”, le dijeron sus representantes.
Como tía Concepción conocía el espíritu rebelde de su sobrino, al ver llegar junto a su agua de mesa un hamburguesón con papas fritas y Coca-cola diet, no se quejó, aunque hizo algo que Eduardo consideró peor: tomarlo de la mano para bendecir los alimentos. Por eso, cuando la oración terminó, Eduardo gruñó, lijándose los dientes y recuperando el color del rostro, que estaba perdiendo la paciencia.
Luego, tía Concepción evitaría estratégicamente hablar del trabajo de Eduardo y se concentraría en comentar cómo la hizo llorar el último mensaje del Papa. Pero sus esfuerzos habrían de ser repelidos, de pronto, por una docena de mujeres que, al reconocer al escritor, se acercaron a la mesa para que les firmaran agendas, servilletas y un individual del restaurante.
Por unos minutos tía Concepción aguantó estoicamente la desatención de Eduardo y su gratuita complacencia ante sus admiradoras, recordándose mentalmente que la suya era una empresa tan difícil como la de evangelizar China. Entonces aguantó y aguantó hasta que una muchacha que no hallaba otra cosa donde conseguir la firma de su ídolo, salió del baño con su brasiere en la mano. Eduardo, de pronto, sintió la garra de Tía Concepción jalándolo hacia afuera del restaurante. Para evitar papelones, él se dejó arrastrar y, haciendo gala de la imaginación que lo caracterizaba, volvió a su favor la situación adversa: “¡Adiós, mis estimadas! Me quedaría, pero no puedo ir contra la voluntad de mi nueva guardaespaldas”.

Al timón de espuma de su Alfa Romeo, Eduardo expectoró a tía Concepción a su quinta y se marchó sin esperar siquiera una despedida. Mejor era evitar que la vieja le salga con una bendición apresurada o que transforme su botella de agua de mesa en un depósito de agua bendita. Tía Concepción se quedó agitando la mano en el aire mientras el automóvil rojo de Eduardo rugía cada vez más lejos.

***

Sin desinflarse, en la mañana del sábado, tía Concepción se colgó su rosario al cuello y, tomó una Biblia que escondió, para despistar a su víctima, dentro de un periódico enrollado. Después caminó hasta el departamento de Eduardo.
Al llegar, sin embargo, su intención evangelizadora y su buen humor quedaron postergados cuando vio salir de la residencia a dos jóvenes sospechosas. “Muy ligeritas de ropa”, pensó ella. Eran las siete de la mañana. Y tía Concepción, con un olfato de prensa amarilla, sólo atinó a juzgar que en aquel lugar se acababa de cometer un pecado. Entonces entró al departamento de su sobrino valiéndose paradójicamente de la ayuda de una de las muchachas a la que le dijo que ella era la señora de la limpieza. Una mentirilla blanca. “El bien es mayor”, se dijo así misma.
Como Eduardo dormía borracho y calato en su habitación, tía Concepción tuvo a sus anchas el resto del departamento para buscar información sobre su adversario. Pero la pesquisa acabó rápidamente cuando la anciana descubrió, al costado del mini gimnasio, el borrador de la nueva novela de su sobrino: “Los pecados míos”. Tras el título, tía Concepción no quiso leer nada más.
Inmediatamente, la anciana se persignó y prendió fuego a aquella pila de quinientas páginas ignorando, tras sus cincuenta años de vida en una vieja quinta, que los departamentos modernos como el de su sobrino tenían detectores de humo; así que, al activarse el pitido, Eduardo salió disparado y muerto de miedo de su cuarto. Inútilmente tía Concepción trató de ocultar la evidencia. Había demasiado fuego sobre el papel. De esa forma, cuando el escritor descubrió de dónde venía el humo y vio consumirse las hojas de su novela a manos de su tía, perdió el control y, mareado por el Bombay Sapphire que se había acabado un par de horas atrás, gritó sin ninguna vergüenza: “¡Loca!, ¡estás loca!, lárgate de mi casa, vieja. Lárgate. ¿Qué crees, que así me vas a detener? ¿Crees que no tengo otra copia de mi novela en la computadora? Y si no fuera así... ¡Al diablo! todavía me quedarían estas dos manos para escribir otra más ¡Ahora lárgate de aquí y deja de fregar, vieja cucufata! ¡No me vas a detener!”

Tras el incidente, Eduardo optó por jugar sucio y desaparecer del medio sin previo aviso. Voló, entonces, a Atlanta para alejarse de su tía. Pero no sólo eso. Porque ¿quién va precisamente Atlanta sólo para huir? En esa ciudad, él había planeado conceder una entrevista a la CNN en español para hablar de su próxima novela. Sin embargo, durante la grabación, hizo lo que mejor sabía hacer: jugar con las palabras y, hábilmente, sacarse al periodista de encima para decir lo que se le antojase y así poder consumar su venganza contra tía Concepción. El viaje había sido providencial: casi toda la entrevista la pasó propinando auténticos golpes contra la fe cristiana y contra quienes la profesaban: “Señores, ésta ha sido la última generación que fue educada en un hogar cristiano... el mundo ya no está configurado para creyentes... el futuro es el agnosticismo; es decir, la libertad...”
Como Tía Concepción no tenía cable, no se enteró de las herejías de Eduardo sino hasta que fue invitado el domingo siguiente al programa de Jaime Bayly para que reafirme sus “impactantes” –como fueron presentadas en el spot de Tv– declaraciones.
La esperada entrevista fue, para muchos seguidores del show, una de las mejores del programa. El carisma de Bayly, la soltura de Eduardo y la coincidencia de ideas habían hecho que el lunes, los periódicos sensacionalistas ejercitasen titulares como “Los niños terribles de la Tv”, aunque para tía Concepción ambos eran un par de malcriados. ¡Pecadores!

La luz al final del túnel para tía Concepción sólo llegó unos días después, un jueves. Entonces, al abrir en una página al azar la Biblia de la casa (un enorme ejemplar en versión Reina-Valera) se sintió cacheteada por un capítulo de Marcos que rezaba: Y si tu mano te escandalizare, córtala: mejor te es entrar á la vida manco, que teniendo dos manos ir á la Gehenna, al fuego que no puede ser apagado; donde su gusano no muere, y el fuego nunca se apaga. Tía Concepción casi suelta una lágrima. Y, ante la certeza de que si su sobrino había salido en el programa de Bayly ya debía estar de vuelta en el país (y por ende en su departamento), elaboró un plan maestro: en la madrugada del día siguiente, se enrollaría su rosario al cuello y cargaría, oculta entre las páginas del Catecismo de la Iglesia Católica, una inyección de cloroformo. Esperaría ese día o el siguiente a que de nuevo salieran las muchachas sospechosas del departamento de Eduardo para que la dejen entrar. Esperaría y entraría como la señora de limpieza. Luego, buscaría un machete de cocina o un serrucho. Eduardito no iría al infierno. Daría la vida por ello.

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